Esculturas a cielo abierto
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En cada una de las artesanías de Wilson Daza se refleja una parte de él: un hombre sencillo y sensible ante la naturaleza, quien mediante sus acciones y trabajo busca dejar una huella en su pueblo del sur del Cauca: Bolívar.
Por: Ludy Navia
Plumas brillantes de color verde esmeralda cubre todo su cuerpo, aunque también se destacan tonalidades amarillentas. Desde el portón de madera que separa el espacio de trabajo con la empinada calle del barrio Las Mercedes, Preciosa mueve su cabeza y sus grandes ojos de un lado a otro. Con su mirada recorre el taller de artesanías: la pared llena de pinceladas blancas atravesada por una puerta de lámina negra que lleva hasta la sala.
Preciosa abre sus pequeñas alas y solo es cuestión de unos pocos aleteos para que cruce el umbral negro. Sus patas se apoyan por unos instantes en el brillante piso blanco que destaca entre el verde claro de las paredes. Con sus pequeñas alas agitándose alza vuelo y cruza la sala, sobrevolando el piso blanco hasta llegar al hombro del maestro Wilson Daza. Preciosa se pasea por su hombro, juega con el cuello de su camisa, hasta llegar a su cabeza, mientras que él, con una sonrisa en su rostro le brinda su mano para que se apoye.
La brisa de la mañana mece el árbol de aguacate que se halla al otro lado de la calle, y el canto de las aves es la melodía habitual que acompaña a este artesano en su trabajo día a día. Los “buenos días”, el “cómo está”, las pláticas y los saludos de los vecinos y conocidos no faltan en el lugar. Si van de prisa con un silbido saludan a Wilson, quien desde su lugar de trabajo responde con una sonrisa acompañada con un “cómo le va” o alzando su mano como gesto de saludo.
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Es un día domingo en Bolívar. Son las 10 de la mañana. Las nubes blancas se convierten en pequeños parches en el inmenso cielo azul. Por las calles del barrio Las Mercedes no se ve cruzar ni un alma. El portón del taller de Wilson está sin seguro, y desde allí se puede observar dos mesas cubiertas por múltiples manchitas de color blanco. En el fondo, junto a la pared blanca, deslumbra un color verde que se escabulle en medio de la puerta a medio abrir.
—Ya voy, espérame un momentito— grita Wilson desde la casa.
Solo unos instantes después la puerta negra se abre completamente, y Wilson Daza, camina a través de su espacio de trabajo hasta llegar al portón.
El color blanco predomina en medio del taller. Se halla sobre las mesas, en los tarros de pintura, los pinceles, en el portón de madera que rodea el espacio y la única pared del fondo que se encuentra atravesada por una inmensa puerta negra en su extremo derecho, que limita entre el espacio de trabajo de este artesano y su hogar; al otro lado, el color verde claro resplandece inundando toda la sala.
En el fondo hay dos sillones color café junto a un marco de madera, desde donde se observa la vereda La Lupa y su inmenso potrero verde, limpio, rodeado de árboles de arrayán. También se observan inmensos árboles de roble que se encuentran más cerca, alrededor de la quebrada que pasa no muy lejos de la casa de Wilson.
En el piso, a un costado de la sala, se encuentran algunas esculturas religiosas, como la Virgen de las Misericordias que apareció en el imponente cerro de Bolívar. Las esculturas ya terminadas son de un tamaño de unos 30 centímetros aproximadamente, llenas de color, con el azul tan característico de esta imagen.
Wilson se interesó por la escultura desde los 16 años. Las imágenes religiosas siempre llamaron su atención, por eso, sus primeras esculturas eran imágenes de la Virgen de las Misericordias y San Lorenzo. Por medio de estos trabajos logró darse a conocer a estudiantes de los colegios como Santa Catalina Labouré, Domingo Belizario Gómez y Marco Fidel Suárez, con quienes hizo sus primeros trabajos que consistían en pequeños muñecos en plastilina y figuras para maquetas.
—En medio de eso dije: voy a tratar de hacer la cara de un diablo. Pero siempre me regañaban, que no mezclara el arte con las cosas malas— recuerda Wilson en medio de risas.
Empezó a trabajar desde muy joven, luego de abandonar el colegio cuando cursaba el séptimo grado, ya que el estudio no había despertado su interés. Con alma de aventurero salió en busca de trabajo llegando a lugares como Armenia, en donde se instaló por un año, allí desempeñó diversos trabajos de agricultura, como cosechar café, abonar, plantar y conoció el manejo del azadón, una herramienta poco común en Bolívar. El estar lejos de su casa y de sus padres lo llevó a valorar más su hogar, a su madre que se había convertido en la motivación para llevar a cabo cada trabajo.
—La idea era compartir con mi mamá todo lo que me ganaba.
El dinero que obtenía de su trabajo lo compartía con sus padres. Con nostalgia Wilson recuerda una ocasión en la que no contaba con el dinero para darle un detalle a su madre en el mes de mayo. Triste se sentó en una de las bancas del parque Vallecillas, y de manera repentina observó que debajo había un rollo de billetes. Para él fue como una luz de esperanza y con ese dinero logró darle un regalo a su madre.
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El escuchar música se ha convertido en uno de los pasatiempos favoritos de este artesano. Las canciones alegres lo llenan de positivismo. La música tropical lo acompaña en su trabajo, al igual que las baladas que escuchaba en su juventud, las cuales lo transportan al pasado, cuando disfrutaba de la compañía del maestro Jorge Eliécer Portilla. Un artesano bolivarense, reconocido por su destreza en la creación de esculturas, que actualmente reside en la ciudad de Popayán. Esta música le permite sentir que su maestro aún lo acompaña, acorta la distancia y siente que está a su lado.
— A mí me da tristeza que por falta de apoyo aquí en Bolívar tengamos que separarnos.
El rostro de Wilson refleja nostalgia al hablar del maestro Eliécer. Su mirada ahora es triste y las lágrimas se asoman en medio de sus párpados. Pasa las manos lentamente por todo su rostro.
— Cuando él andaba en la silla de ruedas, yo lo anduve como 15 años. Lo llevaba a reuniones cuando venían los del Sena, cuando venían personajes importantes para él; lo llevaba a todos lados hasta que un día alguien le consiguió una silla eléctrica.
La voz de Wilson empieza a quebrarse al recordar los momentos compartidos con el maestro Eliécer. Antes de viajar a la ciudad de Popayán, el maestro le obsequió a Wilson una escultura de San Lorenzo que conserva hasta el día de hoy.
— Él me dijo: “te voy a hacer un regalo porque me voy”. Me dio una imagen. Fue como si me hubiera quedado un vacío. Él daba vida a sus obras. Tiene un corazón, una mente muy grande para salir adelante en su trabajo.
Una sonrisa se desprende de su rostro al recordar al maestro Eliécer Portilla, quien pasó de ser su profesor a ser un amigo, un guía, y un hombre por quien siente profunda admiración. A pesar de la distancia Wilson está pendiente de él, de su vida y sus obras.
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Casas en diversos colores: cafés, verdes, azules, y blancas conforman el barrio La Mercedes. A su entrada, una pequeña calle inclinada que da la bienvenida con una imagen de San Lorenzo, ubicada en el costado derecho, cubierta por un cristal, adornada con ramos de flores. En el piso aún se conservan las siluetas de muñecos de nieve, estrellas, y renos que se recrean en cada navidad.
Este barrio se ha caracterizado por su participación en eventos decembrinos y en carnavales, destacando por sus luces, sus faroles de diversos colores hechos de platos plásticos, el pesebre en medio de la calle y sus globos. Este barrio ha sido el escenario por donde han pasado múltiples carrozas, y comparsas; trabajos realizados por Wilson Daza y Evelio López en compañía de sus vecinos y familiares.
Evelio López, artesano bolivarense, cuñado y amigo de Wilson Daza desde hace 25 años, recuerda aquella época de aprendizaje compartida con el maestro Eliécer Portilla.
—En la época que yo llegué acá a Bolívar el maestro Wilson ya trabajaba con el maestro Jorge Eliécer, y hacían unas esculturas, unas figuras de arcilla, que me parecieron muy llamativas, muy bonitas, entonces ahí ya me entró la curiosidad de querer aprender— comenta Evelio.
Evelio fue uno de los tantos jóvenes que iniciaron aprendiendo sobre artesanías con el maestro Eliécer Portilla. Trabajaron juntos durante 14 años, y se separaron cuando el maestro Eliécer se trasladó a la ciudad. Fue de los pocos, junto con Wilson Daza, que se interesaron en este arte y que se han dedicado a trabajarlo y seguir aprendiendo.
“La última cena”, fue la primera carroza con la que Wilson recibió una premiación. Se presentó en el año 2008 y se realizó en colaboración de todo el barrio Las Mercedes, fue así como todos los vecinos se integraron en estas actividades, dando paso a otras carrozas como “El viaje al infierno” y “La cosmovisión”, así como a la creación de años viejos y comparsas.
— Él nos da las ideas y nosotros le seguimos. En el año 2012 él era presidente de aquí del barrio, para ese año hicimos una carroza y ganamos, con el premio hicimos un asado para todos los de la cuadra. Menciona Rubiela Muñoz, vecina de Wilson por más de 18 años.
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— Sí, por el parque de la iglesia, cruzan diagonal por el colegio Santa Catalina, luego suben un poco y allí está mi taller — responde Wilson al hablar por teléfono, se levanta del sillón y camina hacía la puerta.
Se queda de pie por unos instantes observando la calle, gira su cabeza de arriba a abajo, mientras guarda su celular en su bolsillo derecho; al no hallar nada se da vuelta y vuelve a sentarse en el sillón.
—Estoy esperando a unas personas que vienen de Popayán por una escultura.
Al escuchar el sonido de un carro se levanta del sillón nuevamente, al frente del portón se observa un carro negro del que bajan cuatro personas: una pareja de ancianos, un joven y un niño. Wilson sale hasta el taller y abre el portón. Charlan un rato allí, para luego entrar a la sala en donde les muestra una imagen de San Lorenzo sobre un tallo de árbol seco. La imagen es de aproximadamente 50 centímetros.
Wilson les comenta sobre su trabajo, sobre los materiales como yeso y fibra de vidrio con el que se realizó la imagen. Les habla un poco sobre la historia de San Lorenzo, quien murió martirizado en una parrilla ardiente. Las personas miran el cuadro y dialogan entre ellas, el niño que aún se encuentra en la puerta, entra corriendo a detener su perro que empieza a jugar en medio de la sala.
Preciosa, entra a la habitación volando sobre las personas que se encontraban allí, y se posa sobre un pequeño muro junto a uno de los sillones. Desde ese lugar observa a los visitantes quienes se acercan maravillados a verla.
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La sala se halla en silencio nuevamente. Preciosa sale hacia el taller donde se encuentra Wilson mirando el otro lado de la calle, para luego entrar a la sala y dirigirse al sillón.
—A mí me gustan mucho las flores, me encantan — dice Wilson.
— ¿Cuál es su flor favorita?
— La flor que uno quisiera tener en la casa es la orquídea, es la que más me llama la atención, pero en sí todas nos quieren decir algo.
Los colores, las diversas figuras, los olores, las texturas de las plantas y flores causan gran interés y curiosidad en Wilson, quien es un apasionado por la naturaleza.
Uno de los anhelos de este artesano era tener su propio jardín, pero lastimosamente no le fue posible ya que no contaba con el espacio.
—Me gusta ver desde la parte de atrás de mi casa. Allí veo ardillas, árboles, vida, y uno aprende, en cambio en la parte de adelante se ven problemas, cosas que no tienen sentido.
Wilson es un hombre a quien le gusta mucho caminar, conocer lugares nuevos. A sus 53 años uno de sus pasatiempos es caminar en las mañanas. Los fines de semana los pasa con su familia compartiendo con su esposa, sus hijos y sus nietos en lugares tranquilos, rodeados de árboles, de animales que lo inspiran para crear nuevas artesanías.
—A mí me ha gustado correr, cruzar montañas, subir filos, jugar fútbol. El regalo mío, es que me lleven a caminar, estar en integración con la familia alrededor de una fogata, de una olla, en un filo mirando paisajes.
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