El  librero que se quedó sin casa por una noche

El librero que se quedó sin casa por una noche

En un pequeño local, ubicado entre el baño y las cajas de basura de la plaza de mercado La Esmeralda, en la ciudad de Popayán, se encuentra Antonio Cardona, un librero que habita en un lugar poco común junto a un ejército de libros usados.

Escrito por: Santiago López

 

 4 y 15 a.m.

Antes que el sol, que se columpiaba sobre las montañas de la cordillera central, lo despertaron los pasos de los campesinos que llegaban cargados de hoja de plátano, quesos, papa, yuca, ollucos, frutas y carnes a la plaza de mercado. Eran las cuatro de la mañana y Antonio Cardona abrió los ojos en su improvisado refugio entre los libros que hacían de alcoba, de almohada, de compañía en medio del frío de la noche, de la madrugada, de la soledad. Hubo de pernoctar en su lugar de trabajo porque la llave de su casa se partió en dos cuando giró la manivela, quedando con la cabeza de metal en su mano sin función alguna.

 

A su local le llamaremos: ‘La librería sin nombre que huele a cilantro aséptico’, como le dice Augusto, un viejo cliente, porque en medio de los libros que vende Antonio, están, como si fueran adorno, pequeños ramos de cilantro que vende a duo milia (dos mil) a los compradores que pasan por ahí, con un objetivo claro: ir al baño. En esa esquina oscura, el último hueco que comparte con los contenedores de basura que lanzan su aliento feroz cuando le abren la boca por unos segundos para alimentar su figura, y el alquiler de orinales para los hombres, sanitarios para mujer, duchas para el que lo necesite, está el puesto de Antonio, cedido por un valor mínimo gracias a la administración.

 

Cuando llegaron sus colegas en la madrugada, con el estrepitoso ruido que empezó a formarse e interrumpido el sueño, sacó su biblia forrada en cuero y arbitrariamente la abrió en un versículo. No pudo seguir durmiendo, así que se introdujo en el mundo de la lectura sagrada, bajo el foco celeste que alumbra, específicamente a los basureros, más que a su pequeño local de libros usados. Es rutinario leer la Biblia antes de acostarse y después de levantarse. Los ánimos, según él, no son los mismos si deja de lado la lectura.

 

Usualmente llega a su librería a la segunda hora, que luego explica, son las ocho de la mañana. Desayunado, bañado, leído, con una metódica selección de libros en una bolsa que ha traído de su casa. Pero ese día, con la llave partida en la mitad, su ritual matutino se  interrumpió; solamente tenía en sus manos la posibilidad de leer mientras se hacía de día para solucionar el inconveniente que le acechaba.

 

—¿Le tiene miedo a Dios, don Antonio?

—Hay que tenerlo, joven.

 

La eucaristía de los domingos en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús es imperdible para Antonio. “Antes estaba perdido”, dice mientras lee un fragmento de la Biblia, “mire aquí, lea”. De un momento a otro tiene a sus clientes leyendo la biblia en voz alta, porque le gusta que le lean; le genera un goce interno, uno de esos fetiches que nunca te imaginas que tenga un barbado de 60 años, con camisa a cuadros, una gorra moldeada a su cabeza de donde  se desprenden algunos cabellos rebeldes que le dan una cierta semejanza a los camioneros norteamericanos que se nos presentan en el cine; solo que el barbado colombiano maneja otro tipo de carro y vende libros usados en una de las varias plazas de mercado popular que hay en la ciudad de Popayán.

 

—¿Estaba perdido? ¿De qué?

—Del camino del Espíritu Santo.

 

Esa noche en la plaza de mercado tuvo remembranzas de su niñez, cuando tenía 10 años y vendía con sus padres desde las primeras horas del día legumbres, papa, cebolla, yuca. En otro puesto, ubicado en una zona más central, donde empezó trayendo una cajita de libros cuando sus padres le cedieron el local porque la edad ya no les permitía realizar ese tipo de labores. Tiempo después se cansó de la competencia, de estar peleando por la subida de precios y un viernes del año 2010 cambió las legumbres por enciclopedias, las papas por novelas, la cebolla por libros de poesía. Desde entonces no ha dejado de vender libros, o como él lo llama, “alimento para el alma”.

 

—¿Encontró cerrajero rápido?

—Como a las ocho de la mañana llegó el primero.

6 y 34 a.m.

Cuando la plaza de mercado La Esmeralda se fue llenando de vendedores y compradores, organizó el desorden que tuvo que hacer para pasar la noche, cubrió con un plástico los libros expuestos a una gotera permanente en temporada de lluvia y dejó recomendado el local con Esther, una señora de 45 años que vende habichuelas y zanahorias en el puesto vecino y quien asegura que Antonio es muy confiado, porque ha visto como llegan a comprarle sin dinero, y él, ingenuamente, se los fía con la esperanza de que vuelvan; pero Esther ya le ha contado al menos quince de esos, que, una vez consiguen el libro, no regresan.

 

—Ese hombre es testarudo. Nunca, desde que lo conozco, hace ya unos cinco años, nunca he visto que llegue uno de esos muchachos (porque casi siempre son muchachos) y le diga: “Vea, don Antonio, lo que le debía”— expresa Esther mientras desgrana arvejas en un plato de plástico.

 

8 y 30 a.m.

 

Logró convencer al cerrajero de ir a su casa a cambio de un tinto y una masa de harina. Aceptó con otra condición:  que, además del tinto, le consiguiera un libro de inglés para su hija menor. El cerrajero avanzaba velozmente por la calle sexta, mientras que a Antonio le costaba seguir su paso, porque las botas de cuero que le acompañan desde que cumplió los cincuenta años le han empezado a volver incómodo el caminar prolongado. Sin embargo, insiste en su uso, porque la última vez que compró zapatos se le rompieron a la semana; la suela quedó en el pavimento y no tuvo una buena respuesta por parte de la tienda donde los adquirió. Un esparadrapo y doble media eran la solución, pero el gasto del día anterior hizo inservible el pedazo de papel pegado a su tendón derecho. 

 

—¿Cuánto se demoraron en abrir la puerta?

—Eso fue rápido: diez minutos. Ese hombre estaba de afán, como si fuera a perder muchos clientes. ¡Paciencia! A este mundo le falta tener paciencia.

 

A las nueve de la mañana en punto recuperó el ingreso a su casa, una construcción de una sola planta ubicada a cuatro cuadras de la plaza, donde habita solo Antonio rodeado de libros que ha ido acumulando con el pasar del tiempo. Apaciblemente, se lavó el rostro, se miró al espejo, agradeció a Dios estar de vuelta en su hogar.  Era de suponer que regresaría a la plaza lo antes posible, porque se había retrasado una hora en su rutina habitual. Pasados unos minutos, con un cambio de muda imperceptible, ya que cuenta únicamente con dos buzos de lana del mismo gris oscuro, tres camisas a cuadros en constante oxidación por el uso, y dos pantalones de dril negros que intenta combinar para prolongar su duración, salió, no sin antes recoger en una bolsa plástica algunos libros que intentará vender en la tarde cuando emprenda su viaje al centro de la ciudad. 

 

—¿Usted desayuna en su casa o en la calle?

— Eso depende. Por lo general, solo me tomo un tinto con alguna papa aborrajada en algún carrito que me encuentre por la mañana, siempre y cuando no sobrepase el dinero que tengo fijo para esa hora.

— ¿Cuánto es?

— Tría millia (tres mil).

 

Con tres mil pesos sale de su casa todos los días. Si las ventas están malas, a veces tiene que aguantar hambre. La forma austera en que vive se debe a varias razones: el pago de los servicios de la casa, el mercado que compra para su cena diaria y el dinero que da a la iglesia los domingos. Dice que la venta de libros le sirve para eso, ni un gasto más, ni un gasto menos. Los estudiantes que le conocen le llevan arepas de maíz o frutas.  Vendedores de la plaza, como Albeiro Zemanate, le regala algunos ramilletes de cilantro para que venda en su puesto. Albeiro tiene la edad que tendría su padre si viviera, 78 años; dice que Antonio es como si fuera su hijo porque lo vio crecer en la plaza, por eso, no puede dejarlo que aguante hambre.

 

— Me han dicho que hay días en que no se toma ni un vaso de agua. Trato de decirle que estamos en una plaza de mercado, ¡que venda comida! Yo trato de ayudarle dándole el cilantro que me sobra para que lo venda; eso le sirve al menos para una bandeja en el almuerzo — dice Albeiro mientras selecciona los ramilletes que le ha de obsequiar.

 

10 y 20 a.m.

 

Antonio regresó a la plaza a las 10 y 20 de la mañana. Esther, en su ausencia, dijo que había logrado venderle un libro por diez mil pesos; era uno pequeño, pero tenía la pasta dura. Al menos esos de pasta dura hay que dejarlos en un mínimo siete mil, según le dijo Antonio la primera vez que dejó el puesto solo. Dispersó los nuevos libros en la mesa de madera en forma rectangular que tiene y se sentó en un butaco en el interior del puesto a esperar clientes. Pero los únicos visitantes eran los trabajadores que iban a botar la basura en los contenedores ubicados al frente de la librería sin nombre.

 

— ¿Esa basura de ahí no le incomoda?

— Uno se acostumbra, joven; además, yo no puedo pedir mucho, si este local casi que me lo dan gratis después de que tuve que entregar el de mis padres.  Recuerde que no hay que mirar el colmillo a caballo regalado.

Esa mañana, sin contar la compra del libro que le hicieron a Esther, estuvo floja la venta; ningún visitante llegó a la librería. Esto le recordó a los primeros días de la pandemia del 2020. Ese año, la crisis lo obligó a cerrar su local, aislarse y sobrevivir con los pocos alimentos que le llegaban por caridad de organizaciones de vecinos, por la misma iglesia a la cual asistía o el único subsidio que ha recibido en sus seis décadas de vida: la devolución del IVA.

 

Una de las preguntas recurrentes en la mente de Antonio por esos días era: ¿sobrevivirá la librería? Porque leyó en el mes de junio del 2020 la “Carta abierta por las librerías de Antioquia”, firmada por alrededor de 16 librerías de ese departamento, entre las que figuraban nombres como Grammata, Al pie de la letra, El Resplandor o Fauno; negocios que sentenciaron en el documento que su trabajo no correspondía a un bien de primera necesidad, pero que su tarea se encargaba de “cumplir una actividad diametralmente opuesta a la de muchos cálculos económicos” y era la de alimentar “la lectura y la conversación en su forma más pura: la de la curiosidad”. Lamentablemente, en los últimos años, muchas librerías han cerrado en todo el mundo debido a diversos factores, como el cambio en los hábitos de lectura, el aumento de las ventas en línea y los altos costos de operación. Pero Antonio sigue firme.

 

— Ya sobreviví a una pandemia, me tocó cambiar de local, pero acá sigo.

— ¿Qué aprendió de la pandemia?

— Que somos débiles ante las fuerzas de la naturaleza, y que cuando Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque cuando me sacaron de la plaza, empecé a vender libros en las calles.

 

1 y 50 p.m.  

 

Después de almorzar una bandeja de seis mil pesos, alistó un carrito de supermercado que compró hace cuatro años en la galería La Trece, mismo que reformó para adicionarle un estante extra. Ahí, en ese carro, se mueve de La Esmeralda al centro con sus libros a la venta. Todos los días sale a la una de la tarde rumbo al centro. Cuando empieza su camino por la calle quinta, se persigna frente a cada una de las cinco iglesias que se encuentra en el trayecto, entre ellas, La Catedral de Popayán frente al parque Caldas.

 

El carrito es llamativo porque cuenta con tres canastas ubicadas en forma de escalera. En la primera están los libros de educación, entre ellos: enciclopedias, diccionarios, cartillas de lectura; el segundo contiene poesía y novelas; y el tercero y último se destina a libros religiosos, donde se destacan tres ejemplares de la biblia y una edición pasta dura del Evangelio según San Juan, su libro más costoso. Por un valor de veinte mil pesos, ofrece venderlo. Últimamente se ha apropiado de un lugar fijo: la acera que divide la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad del Cauca y la iglesia de Santo Domingo, donde abre su plástico y organiza los libros según le parezca.

 

— ¿Cuál es el libro más caro que ha vendido?

— Una edición de Cien años de soledad que era de mi padre.

— ¿Cuánto?

— Un profesor me dio quinque mille (5.000).

— ¿5.000 pesos?

— No… 50.000 pesos, es que aún no he aprendido ese número en latín.

 

Cuando le compras un libro por primera vez, te confunde, porque si el valor es de seis mil pesos, él dice “sex milia”. Responde en latín; de hecho, algo de lo que está orgulloso es su avance en esta lengua, que al día de hoy, el único estado en el mundo en que el latín es lengua oficial, es el Vaticano. La biblia es su lectura de cabecera, por eso tiene el objetivo de leerla en su idioma original, porque, según él, ahí está la verdad: las traducciones en español mienten.

 

— ¿Cómo sabe que mienten?

— Me lo dijo el párroco Hernan Peña, amigo mío.

 

4 y 46 p.m.

 

A las cuatro de la tarde se acercó un habitante de calle, con su ropa desgarrada y una botella de alcohol en una mano, en la otra un tarro de sacol. Saludó a Antonio como un viejo amigo. Él sacó un billete de dos mil y se lo dio. Aquel hombre era Agustín, compañero de parrandas de Antonio en su juventud, y un ejemplo claro del posible futuro del librero si no hubiera descubierto la palabra de Dios.

 

— Yo era un alcohólico, por eso no tengo a mi mujer a mi lado.

— ¿Se arrepiente?

— Todos los días.

 

Antonio trata de pasar toda la tarde al aire libre, cuando se cansa de persuadir en la venta de libros, va a sentarse junto al carrito a mirar pasar la gente y esperar que algún curioso se aproxime para ofrecerle opciones. Si son jóvenes les ofrece Juventud en éxtasis, dice que es el ejemplar que más le compran los adolescentes. Pero si son adultos, ofrece libros sobre estoicismo y actitud positiva.

 

— ¿La autoayuda es lo que más se vende?

— Lamentablemente sí, me gustaría vender otra clase de libros, pero también tengo que comer.

 

6 y 34 p.m.

 

Cuando el cielo empezó a tronar, Antonio empacó de nuevo los libros, los protegió con el plástico y retornó hacia la plaza a guardarlos para el siguiente día. Eran las 6 y 34 de la tarde, el crepúsculo naranja que una hora antes había alegrado el día, se fue diluyendo entre las pequeñas explosiones que hacían vibrar el techo del mundo. La recolección en las tres canastas ya no tenía lógica; los echó abruptamente como quedaran: un ejemplar de la  Biblia terminó compartiendo puesto con el Zaratustra de Nietzsche, y el Evangelio de San Juan aprisionado entre El alquimista de Cohelo y la biografía de Francisco Maturana. 

 

En la zona de tolerancia del barrio La Esmeralda ya empezaban a alumbrar los bares, las discotecas y moteles con sus luces neón, esos sitios que frecuentaba Antonio, y que hacen parte de un pasado que le avergüenza. Por eso, cuando se trata del tema, baja la cabeza y menciona unas palabras en latín ininteligibles. Pasa todos los días por ahí, y el estigma que tiene tatuada en el alma renace en cada cruce. Al llegar a la plaza, semivacía, con uno que otro vendedor con esperanzas de realizar las últimas ventas, desocupa el carro en la librería, le echa candado, saca un buzo gris que deja en una esquina desde la mañana, y va a su casa a recuperar el sueño que tiene atrasado por la incomodidad del día anterior.

 

 

 

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