Los hornos de leña en el Cauca, una tradición para preservar
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Gerardo León es panadero, agricultor y caficultor. Sabe hacer hornos de leña desde hace 47 años y habla de sus orígenes en este oficio, de los riesgos de perder esta tradición, del por qué las panaderas de la región prefieren trabajar en hornos eléctricos y no en los de leña.
Escrito por: Sandra Milena Orozco León
El humo sale y se eleva al cielo desde la parte trasera de una casita color crema. Está impregnado en las paredes, la ropa, las camas y en la vida de quienes habitan el lugar. Pareciera ser un humo que lleva años allí. Si se atraviesa la puerta de entrada de la casa, se percibe un aroma de leña quemada y en medio, una mezcla de otros olores suaves y cálidos: el del pan de harina y pandebono caliente recién hecho, y luego, unos vapores aún vigentes de café tostado, carne asada y eucalipto. A eso huele la casa de Gerardo León, ubicada en la vereda San José La Laguna, en el municipio de Cajibío, Cauca.
Gerardo tiene una sonrisa amable y es de esas personas que también sonríe con los ojos. Son azules y si se les mira con detenimiento, parecen haber visto y vivido todo y más. Usa un sombrero que era blanco, pero el humo y el uso, se encargaron de volverlo beige. No importa. De todas maneras es un buen objeto para ocultar las canas que le van saliendo con la edad. Gerardo nació en 1953 en La Aguada, una zona rural que pertenece al municipio de Silvia. En sus años de juventud, antes de conocer a su esposa, Omaira Ríos, se dedicaba a hacer guarapo, el cual lo enterraba en las montañas frías y lluviosas de la zona, para luego hervirlo y venderlo en la vereda. Aunque pocos años después de conocer a su esposa dejó de hacerlo y siguió trabajando como hacedor de hornos, agricultor, caficultor y panadero.
En la casa de La Aguada, Gerardo tiene un horno desde hace 12 años, el cual lo trabaja la familia de su hijo, Nelson León. Fue en el 2009 cuando Gerardo se mudó con sus dos hijas y esposa a San José La Laguna, Cajibío. Allí consiguió una casa y levantó un horno, el cual ha cambiado de posición hasta 3 veces en los últimos 14 años. El motivo: el humo y el calor que genera.
Omaira, esposa de Gerardo, es hija de panaderas del poblado de Usenda, también perteneciente a Silvia. Ella conoció y se enamoró de Gerardo cuando tenía 15 años y él 18. Desde ese momento hasta la actualidad, la entrada económica de su hogar depende de la panadería. De ahí que Gerardo, desde 1976, comenzara su labor como hacedor de hornos de leña. Su maestro en la materia fue Remigio Villani, un habitante de Usenda que se dedicaba a hacer hornos de leña en las veredas donde lo llamaban.
─Él iba a hacer un horno a La Aguada y me dijo que lo acompañara, que le ayudara a pasar ladrillo y barro. Lo acompañé y miré cómo se hacía los hornos, estuve ayudándole con otros.
El último horno que hizo Gerardo fue a finales de marzo de 2024, en la casa del señor Reinel Hernández en La Aguada, Silvia. Se demoró 2 días, aunque normalmente en su elaboración se le van 4 y puede costar $450.000. De los hornos más viejos que ha construido, uno está en la casa de la familia Flor Sandoval. Lo levantó en 1986, en el poblado de la Tadea; otro horno memorable está en la casa del señor Israel Ríos en la Aguada. Este tiene más de 18 años y aún lo siguen trabajando.
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Del patio interior cerrado de su casa, Gerardo agarra 30 palos secos de café. Prende un papel, lo incrusta entre los maderos seleccionados y a los pocos minutos el fuego arde. El horno se ha encendido. Gerardo parece elevar su temperatura como la de su creación y se pone rojo y comienza a sudar en su camisa a rayas.
─Para levantar uno de estos, se hace un banco de tierra, tabla y barro. Luego se echa una mesa de ladrillo y ahí se arma la bomba del horno. Primero se le da forma a la boca, de ahí, siguen las 14 hiladas de ladrillo en circunferencia para cerrarlo─ dice Gerardo moviendo sus manos mientras explica.
─El horno se cierra en un solo ladrillo, después se alisa con barro, boñiga y paja. Se seca y se alisa nuevamente con cal, barro y miel de purga. Después de construido puede durar más de 20 años─ termina su explicación con una sonrisa mientras voltea a ver el horno.
La boca del horno está negra del hollín. Gerardo se asoma, explora con su mirada el interior, vuelve su mirada hacia afuera y sale inmediatamente al patio exterior. Regresa con ramas de eucalipto, las amarra con alambre a un palo largo y forma una escoba. Luego la mete en un tarro verde lleno de agua con ceniza y barre el horno. Adentro chisporrotea y mueve el carbón ardiendo a un solo lado. Cuando el piso está libre de carbón, el horno está listo para el pan. Magaly León, hija de Gerardo, le pasa latas llenas de pandebono a su papá. Él las mete y las organiza con una pala de madera.
─Los hornos de leña son buenos porque son económicos. Se gasta solo madera y fuego y el pan queda más sabroso —comenta Gerardo, limpiándose el sudor con un pañuelo─ para mí no hay mayor satisfacción que hacerlos, porque son obras que le quedan sirviendo a la comunidad por mucho tiempo, porque tiene materiales de buena calidad y sirve para la subsistencia de la gente que los trabaja.
Al lado del horno de leña, pegado a otra pared, está un horno eléctrico, que es usado para hacer pan de sal, pan de acemas y pasteles. Tener un horno eléctrico se ha vuelto muy común. Todas las panaderas oriundas de Usenda y La Aguada que trabajan en la galería de Piendamó, Cauca, ya tienen uno en sus casas. Según Flaminio Sánchez, dueño de Hornos Equipar, la venta de hornos eléctricos aumentó durante la pandemia y se ha mantenido así hasta ahora. Todos los cuatro hijos de Gerardo que se dedican a la panadería casera ya se pasaron a los hornos eléctricos.
─El horno eléctrico tiene un problema: si se va la luz, nos jodemos─ dice Gerardo mientras saca el pan caliente y dorado del horno.
Magaly León, su hija, le sigue llevando latas para la segunda hornada. Magaly tiene el cabello negro muy largo, es trigueña y sonríe con dirección a su papá mientras habla.
─Como aquí es zona rural tiende a irse la luz y es molesto. Genera frustración porque no se puede usar el horno eléctrico, que genera menos trabajo y el pan sale más rápido. Para esas ocasiones es que es bueno tener el horno de leña, porque si se va la energía, recurrimos a él para sacar el pan y no parar la producción─ concluye sin sonrisa y mira el horno eléctrico ubicado en una esquina.
─El horno es una construcción duradera y es muy bueno. Es el calor que le da a la casa, es el que pone el ambiente, es el sustento, es una bendición, es lo que nos ha ayudado al diario vivir, y mucha gente dice que eso afecta la salud, que el humo enferma. Pero los fogones y las hornillas vienen desde hace mucho tiempo y no ha pasado nada. Por la cuestión del humo y la rapidez es que la gente está usando el horno eléctrico─ complementa Gerardo.
─Las tías, las abuelas de uno trabajaban con el horno artesanal, pero conforme pasó el tiempo uno se dio cuenta de que la familia se fue enfermando. El humo y el calor del horno trajo enfermedades y uno por querer avanzar, busca otras maneras de trabajar que no afecten a nuestra familia. Por eso usamos horno eléctrico, aparte, de que da rentabilidad y agiliza el trabajo─ dice Jhoana León, hija de Gerardo, quien desde hace dos años trabaja con horno eléctrico.
Con la tercera tanda de pan. Gerardo vuelve a calentar el horno, le echa 15 palos secos, la llama se aviva, se repite el proceso: con la escoba de eucalipto se barre el horno hasta que se equilibra el calor y las bandejas de pan vuelven e ingresan. La tarea de encender y barrer el horno tiende a durar dos horas.
─Este trabajo no es pesado, al cogerle la práctica es muy bueno. Uno hornea, acomoda, empaca y vende el pan, eso es una ventaja─ dice Gerardo sentando en una silla roja.
Gerardo comenta que conoce cerca de 10 personas de la zona de Silvia que saben hacer hornos de leña, pero todos ya adultos mayores. Él mismo tiene 70 años. Aunque le ha enseñado a algunas personas a hacerlos, el panorama no es alentador.
─No ha habido gente que aprenda. No tienen interés en hacer el trabajo que uno hace. Incluso uno quiere enseñarle a los hijos, pero ellos no se le han medido.
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