1991: recuerdos de una época violenta en Balboa
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En el suroccidente del Cauca, sobre la Cordillera Occidental de los Andes colombianos, se encuentra Balboa. Un municipio afectado por el conflicto armado que en la década de los noventa vivió un episodio que aún se mantiene en la memoria de sus habitantes.
Por: José López
La casa de Jair Ruano es esquinera, de dos pisos, se encuentra ubicada en el barrio El Retiro Bajo al suroccidente de Popayán. En el primer nivel vive él con su esposa y sus dos hijos menores, mientras que en el segundo reside el hijo mayor con su familia. En la sala de la casa de Jair hay un espejo muy grande, de dos metros de ancho por un metro y medio de alto. Dice que es para rebotar las malas energías de las personas que llegan a su hogar. Junto a la sala está el comedor, donde me invita a pasar y tomar asiento. Agarra el control del televisor y le baja el volumen. Luego se sienta frente a mí, al otro lado de la mesa de vidrio. Respira profundo y comienza a contarme la historia que vivió hace 30 años, cuando era socorrista de la Cruz Roja en el municipio de Balboa: en octubre de 1991 vio 15 muertos y cuatro heridos en menos de 72 horas.
Para esa época la violencia en Colombia estaba disparada a causa del conflicto armado interno del país y el narcotráfico. Así lo registró el diario El Tiempo en su artículo “90, década más violenta”, publicado el 27 de junio del año 2000. Según las cifras de la policía que registró el diario, se alcanzó una tasa de 86 homicidios por cada 100.000 habitantes, para un total de 28.284 crímenes en el país. Este fue uno de los índices más altos en todo el siglo XX, lo cual posicionó a Colombia como uno de los países más violentos de la región.
Balboa es un municipio pequeño del suroccidente del Cauca. Cuenta con una población de 18.000 personas y se eleva a 1.200 metros sobre el nivel del mar. A esta tierra llegó la violencia del conflicto armado promovida por la bonanza cocalera, arraigada en esta región desde mediados de la década de 1980. Particularmente en este pueblo donde abundaba el dinero, se comenzaron a presentar problemas de inseguridad por cuenta de la delincuencia común que, atraída por esa capacidad de adquisición de los pobladores, llegó a la región para hurtarles sus pertenencias.
En corregimientos cercanos a este municipio, como El Plateado, en Argelia, se cultivaba la coca y existían laboratorios dedicados a la fabricación de la pasta, que era transportada por las carreteras de esta región por los narcotraficantes. “Balboa, por su ubicación geográfica no era el punto crítico. Balboa era el paso, era el pueblo de acopio para la zona”, me cuenta Jair Ruano, mientras en su cara se esboza un gesto con el que quiere dejar claro que el pueblo en el que nació y en el que creció no es el problema, sino que la violencia se debía a lo que sucedía en sus alrededores.
En ese entonces, dice, el pueblo era controlado por la guerrilla, que realizaba reuniones en el lugar. “Por allá se afianzó el frente 60 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) buscando proyección hacia la Costa Pacífica, por Argelia”, comenta Jair. Balboa era un pueblo donde se movía mucho la plata, por esta razón comenzaron a llegar atracadores al sector. Unos decían que venían del Putumayo, y otros de Medellín, una ciudad en estado de violencia total a causa de la guerra entre el cartel de Medellín, el cartel de Cali y el Estado.
Mientras mira sus manos manchadas de grasa a causa de su trabajo de mecánico, Jair cuenta que una vez, en aquel año “llegaron ocho atracadores al pueblo y comenzaron a robar a sus alrededores. Robaban las fincas, los carros que pasaban por la vía, robaban a las personas que se movilizaban por los caminos de herradura e incluso los domingos que era el día que más se movilizaba la gente hacia el pueblo. Montaban retenes en los alrededores para atracar a las personas”. Los actos delictivos se presentaron por más de dos meses en este sector, llegando al punto que los bandidos hurtaban a solo un par de kilómetros de la cabecera municipal y casi que diariamente, lo que enfureció a la gente y desató su descontento.
Las personas del pueblo, con ayuda del sargento de policía de apellido Arredondo, según lo recuerda vagamente Jair, se armaron y decidieron hacer justicia por cuenta propia. Formaron escuadrones de búsqueda para dar con el paradero de los atracadores y poner fin a los robos que se presentaban. El plan de persecución arrancó un domingo en la tarde, los grupos de personas se repartieron y comenzaron a buscar a los bandidos. Los siguieron por la cordillera, subieron hasta una vereda llamada Altamira y bajaron por caminos de herradura hasta el corregimiento de Pureto. Este era el último lugar donde los atracadores habían realizado sus fechorías: llegaron hasta la finca de una señora del sector pidiendo que les preparara un sancocho de gallina, a lo cual ella accedió, pero después de que comieron le robaron sus pertenencias y se fueron.
El robo a la señora de Pureto era el dato más reciente que tenía el grupo de búsqueda sobre los atracadores, lo cual daba indicios de que estaban cerca de atraparlos. El día miércoles, después de tres días de búsqueda, los encontraron en Las Juntas, lugar donde desembocan los tres ríos de la región: Amaconde, San Juan y Patía. Los rodearon, los encerraron y los capturaron. Al detenerlos se dieron cuenta que los fusiles que portaban eran falsos, cuando los tenían doblegados los torturaron para sacarles información.
Uno de los atracadores confesó que el financiador de todo desde un principio fue una persona de Balboa, que tenía una finca a las afueras del pueblo y era quien daba la información de a quién robar, en qué momento y dónde hacerlo. A los bandidos los mantuvieron retenidos y los siguieron torturando para tratar de obtener más información. Jair me cuenta que días después estos mismos grupos de búsqueda fueron a la finca del señor, para saber si había caletas enterradas en ese lugar, pero no encontraron nada, ni siquiera al dueño, que en el mismo instante que se había enterado de la captura de los bandidos salió huyendo del pueblo. Le pregunto a Jair por el nombre del señor presuntamente implicado en los robos, y a pesar de hacer su máximo esfuerzo, no logra recordarlo: “es que han pasado muchos años”, responde.
A los ocho atracadores después de múltiples torturas los mataron y los subieron al pueblo en una chiva, aproximadamente a las diez de la noche. “Eso entraron en caravana, como si estuviera llegando una persona famosa o alguien importante, llegaron pitando y gritando por todo el pueblo”, evoca Jair. Cuando la chiva llegó al parque principal bajaron los cuerpos y los tiraron en la calle y ahí permanecieron toda la noche. Al día siguiente, en la mañana, las autoridades los enterraron en una fosa común, sin ningún tipo de inspección o reconocimiento.
Antes de continuar con su relato, Jair se toma un tiempo para organizar las ideas y prosigue. El día viernes, enviaron desde el municipio de El Bordo una comisión de policía en vehículos oficiales, con el objetivo de investigar lo que había sucedido con las personas asesinadas y presentar un informe al respecto. Pero el objetivo no llegó a su fin porque se encontraron con que, en la mitad de la subida a Balboa, el frente 60 de la guerrilla de las FARC había puesto artefactos explosivos, los cuales detonaron en el momento que la patrulla de policía pasaba por ese punto. Siete policías murieron, cuatro fueron heridos y dos se reportaron como desaparecidos.
“Cuando nos avisaron lo que había ocurrido bajamos a ver cómo estaban las cosas, pues yo era socorrista voluntario de la Cruz Roja colombiana. Tenía 19 años y al llegar nos encontramos con una escena desgarradora y escalofriante. Los restos mortales de los policías habían quedado esparcidos en múltiples pedazos por todo el lugar. Había pedazos incluso en los árboles, tocaba llegar con un palo largo y pegarles a las ramas para que cayeran y luego darles forma a los cuerpos, como si de un rompecabezas se tratara. Nos guiábamos por el color de piel y por las partes faltantes de cada uno”, dice Jair de manera fresca y relajada, como si careciera de sensibilidad. Pero a la vez, cuenta, que en el tiempo que estuvo vinculado a la Cruz Roja aprendió de esa insensibilidad y tranquilidad que era lo que debían tener cuando se atendían accidentes, pues si los socorristas no conservan la calma y se alarman igual o más que las mismas víctimas, se embolatan y no prestan la ayuda correcta.
Después de recoger a los policías muertos, la brigada de socorristas de la Cruz Roja continuó su camino hacia El Bordo, llevando también a los heridos para que fueran atendidos en el hospital. Cuando se dirigían hacia su destino salieron al camino dos uniformados “nosotros pensamos que eran guerrilleros que buscaban acabar con los policías que no murieron en el atentado y creímos que también nos matarían por tratar de socorrerlos. Pero afortunadamente nuestras suposiciones estaban erradas, porque se trataba de los dos policías que estaban desaparecidos y habían salido corriendo alejándose del peligro del lugar donde estalló la bomba”, dice Jair. Los dos policías asustados y aún conmocionados por lo que acababa de pasar, se subieron a uno de los carros en los que viajaban los socorristas y fueron trasladados hasta El Bordo.
Días después de este suceso enviaron una comisión de investigadores desde Popayán para que hicieran la exhumación de los cadáveres y brindaran el respectivo informe que el grupo de policías no había podido realizar por lo ocurrido en la vía. Los cuerpos de los atracadores fueron reclamados por sus familiares y trasladados hasta sus lugares de origen, lo mismo sucedió con los restos de los policías muertos en el atentado. Los policías heridos fueron trasladados hacia otras regiones.
Es lo que recuerda Jair de la época violenta en el municipio Balboa.
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